Relatos

Serie Arcanos

Microficciones inspiradas en los arquetipos del inconsciente reflejados en las cartas del tarot de Marsella.

Relato Uno: «Le bateleur»

A partir de otras cosas nunca extraerás la Unidad, a no ser que hayas logrado la Unidad en ti mismo.

Gerhard Dorn

Volví al barranco. Quizá mi cuerpo nunca se había ido. Sólo el relato necesita un hilo y mi alma adquiere de tanto en vez esa forma. (Esa necesidad de coordenadas; el tiempo y el espacio, la causalidad y sus antítetesis). Se estira, se enreda, se ondula, se libra, se tensa, se corta y vuelve a empezar. Entre la bestia y mi Ser, fui aprendiendo a hacer equilibrio.
En el borde pude extender mi mano y vencer límites, hallé luz en mi estrella y la dejé crecer en mí. El espacio ilimitado interior, en el que todo es posible, fue mi laboratorio y mi argamasa.
Andar por las calles convidando destellos galácticos dio sentido a mi existencia. Primero experimenté cierta impotencia ante quienes elegían cerrar los ojos, luego entendí que cada quién quiere hacer su camino y que, aún sin saberlo, todos lo estaban haciendo conmigo.
Esperamos florecer las mentas y su aroma inunda el cuerpo y un espacio de cuatro metros a la redonda. Eleva a las arañitas paracaidistas, oxigena los gusanos, guía a las ciegas lombrices en la oscura noche. Me respira, la menta.
Fui haciendo de mi mundo un lugar bello con aroma a papel nuevo y tinta fresca. Primero un refugio propio, después en cualquier lugar. Comprendí profundamente de qué manera en cierto espacio cuántico, dar era la mejor manera de multiplicar. Sidame, marvase y sírvase, Madame.
Haga silencio y sírvase de su lugar más auténtico, de esta vibración en la octava más dulce de su acorde singularísimo universal, tal vez un Sol mayor. Tal vez un secreto oasis. Luego, con suma cautela arrodíllese ante sí misma y no espere más. Toda la verdad completa dormirá en la curva de sus pestañas.

Relato Cero: Le Mat

Si un hombre persistiera en su locura, se volvería sabio.  (William Blake)

La tarde caía naranja y esperaba el colectivo en el barranco. Es sutil el crisol cambiante del cielo y mi cabeza quiere retener un color. Imposible. Cada milésima se esfuma sin que pueda siquiera percibirla. Locos los que llaman naranja a los cuatro mil seiscientos colores que desfilan en el cielo por segundo. 


Entonces comencé a ver un cauce de deshielo frágil y transparente que corría por el piso. Esos gránulos de arena y tierra, esas piedritas, no conocen la suciedad y dicen basta. De todas las cosas en las que la tierra se pega sólo ella está limpia, y el reflejo del crisol en el arroyo se vuelve bóveda de estrellas ante mi yo observante. 
Pasaron el veinte, el veintiuno y un sesenta confundido a toda marcha y se estrelló tras negar la curva. Las cabezas de los pasajeros bramaron gritos sin pulmones, a pura sangre. Los bomberos y doctores fruncían el ceño al oír mis carcajadas y observar con asombro estos ampulosos gestos ante el dolor de barriga, y -todavía más- mis lágrimas prismadas cayendo en ese cauce helado para hacer un poco menos triste el insípido devenir de sus caderas.   


Después llegaron los psiquiatras con una budinera que ajustaron como un casco en mi cabeza. Me dolía en la mollera hasta las lágrimas cada mes, cuando entraba la doctora y ajustaba un centímetro la correa. «Deben entrar aquí todas sus ideas», repetía como un mantram. 
Cierta mañana, cuando apenas asomaba el sol en la ventana de mi celda, una libélula dorada se posó en mi hombro y me devolvió la risa. Contagiosa como el cólera, primero mis vecinos, luego los carceleros y hasta el gobernador, caían al suelo desatados, y abrían las celdas a pura tentación.  Éramos un ejército de locos invadiendo las grises calles. Desnudos y felices, moríamos de frío abrazados y renacíamos en semillas de girasol. 


¡Qué nimios los resentimientos y la moral cuando llega la dorada moneda incinerante a florecer los antes tímidos plexos con millares de hojas irrefrenables, y saca de la caverna moribunda tanto charco estancado y tanta idiotez, para traerlas a la cálida calma colorida y fecunda de esta primavera!

Textos de la serie «Escenas existenciales».

ESCENA SIETE: SALINA

(Imagen: paisaje surrealista hecho con lápices pastel y lápices carboncillo sobre un papel de acuarela, de Maximiliano Ugarte)

Si nos vuelven a dar las seis en este barro, será momento de llorar. Primero haremos un sollozo imperceptible como un canto, después una gran exhalación silenciosa para que brote el agua cual manantial. Será bello sentir el calor hedonista y el gusto de la sal, pero al momento de inhalar no responderemos por sus tímpanos. Además, como llevamos varios días esperando, si suena la campana, es natural y lógico que se desate la furia sin cauce, ya que, como sabemos, sólo el vómito completo garantiza un vacío zen. (Un lodazal como este no deja otra alternativa) 


Le dije a Marc que tenga cuidado, que ahí hay ay!, y él pasó igual con la calcada tozudez con que avanza sobre el barro cuando es el contorno rígido y formal de un territorio basto e intrigante, directo a perderse. Es que prefiere encerrar. El arte, el viento, el cielo, el pan. Y así nos va. Las piernas tan doloridas que casi no se sienten y la cintura inmóvil para no seguir bajando; que desde que entramos, no hemos hecho más que bajar. 


Disiento de los que piensan que él lo hizo sin querer. Creo ciegamente en su cinismo. El anhelaba lluvia cuando las plantas necesitaban sol. Nada menos.


Por eso lo que pensaba antes ya no es cristal, aunque hubiera parecido creativo: que si nosotros bajamos el paisaje sube, que la profundidad purifica, que el barro te baña de realidad. Nada de eso. Ahora espero que no lleguemos a mañana. Que trepemos a los techos, como ha dicho Luis. Que Aurora venga con su claridad de día, y se lleve tanta pútrida humedad. O que mande sus redes, su mirada integradora y también la equidad, ya que estoy pidiendo.

Y que si trae sogas, sea para sacarnos del subsuelo y no para enlazar a las ballenas libertarias de ultramar. Ellas están felices y su canto en agua y sal tiene tantas campanadas que si hacemos todos silencio,  aunque estemos al Sur de Los Andes, nos despertarán. 

ESCENA SEIS: GESTO

Convencidas del inminente amanecer, las turbas caminan en fila hacia las fincas. Son las cinco. Los espera un día de ardua labor, pero es tiempo de cosecha, y cosechar -sus ánimas lo saben- enarbola la flameante brisa de sus miradas.

Cómo no soltar amarras, descuidar la etiqueta, dejar el tablero cuadriculado de las formas y los boletines oficiales. ¡Cómo no recrudecer con ignominias las bárbaras constelaciones de teclas cliqueantes y resumir en vapores la siempre enfermiza cadencia del látigo que exige peines, badenes y posturas!

Los policías creen en las marcas de la ruta y su taxatividad efectiva al punto de usar gafas milimetradas que condenan a los pájaros sin público. Por eso, ahogan sus tímpanos con recalentados cafés de madrugada, cuando los labradores marchan y las plumas escriben cadencias de derroteros imprevistos.

Los primeros contratan meteorólogos, geógrafos, ornitólogos. Quieren prever la poesía, alumbrar lo no-dicho, pintar picassos en sus computadoras. Aprietan la masa y la húmeda eroticidad se les escapa entre los dedos.

Los obreros y los poetas, en cambio, cantan y desafinan a gusto. Lloran. Gritan y molestan. Buscan el error que agriete la gomina. Y no temen soltar todas sus plumas y verlas danzar, improductivas y volubles al ras del piso con tal que algún alfil cambie el color de sus desgraciadas diagonales por una verde letanía ascendente con orgasmos de artificio sin escalas hacia el cenit infinito que lo nombre.

ESCENA CINCO: INERCIA

Herederos de Google, buscaban siempre un bien mayor, sin comprender que esa voracidad los alejaba de su aplomo y negaba todas las flores, por diminutas y efímeras que parecieran. Estrellas espejando el cielo encandilante del verano y la noche invisible de junio, con sus crisoles de lágrimas blancas perfectas y anárquicas.

Existe un momento en que todos los vértices confluyen en la inocencia de la luna; muda, inmutable, erosionada pero ungida de perfecta esfericidad, cambia la perspectiva de sus observadores que ven fragmentos. Allí, lactantes y ancianos recuerdan su inocencia y el fenómeno gravitatorio presagia un derrumbe, una caída. La acumulación natural de emociones queda contenida en ese espacio que los arlequines creen limitado y cuantificable.

Pero ¿quién puede establecer el preciso límite de la piel si se siente desde Nepal el dérmico motor de los autos neoyorquinos?

Llegar y quedarse, viajar y sentir, comenzar un nuevo recorrido, inundar de copal la escuadra arácnida y su imposible recuerdo. Revolver con cucharas una sopa cuántica que humedezca la pausa y sentirse plenamente frío ante los bramidos del ritmo contrapunteado que hurga en los cimientos de una edificación leudante hasta la risa.

El silencio es un bullicio interior inhabitado con erupciones que pasean por las casas, en mangas de camisa. Es un grito helado entre las notas prístinas de un piano que no calla, porque para callar hace falta mucha música. Es el abismo tras este punto final que interpela.

ESCENA CUATRO: FRACTAL

Llegar al borde y asomarse al abismo; descubrir que cada centímetro de movimiento acá arriba desliza todo el piso allá abajo, donde el fondo se yergue como un final. Lanzarse comprendiendo que la muerte es solo una idea y disfrutar del viaje, en cada instante.

Cuando llegamos a lo más hondo contemplamos perplejos que el horizonte se desplegaba con su inmensidad de siesta y esa tranquilidad podía impregnarnos los poros además de calmar el agua que nos habita. Reconocimos, con total paz, que habíamos olvidado el origen y comenzamos a llamar superficie a ese habitáculo cuyos límites desconocíamos porque, además, cada micromundo se abría como uno nuevo ilimitado y fugas.

Sospechamos, es cierto, que toda la configuración era producto de nuestras mentes, pero compartir experiencias, asir cierta roca o despedazar cierto pan, desmentía de manera categórica aquel supuesto y -lo que resultaba aún más novedoso- las conjeturas también podían desarmarse hasta el infinito y construir laberintos tan intrincados como la libertad.

Los historiadores describen con mayor o menor precisión, el uso penitencial que se daba en Arras a los laberintos, lo que resultaba para el penitente un encierro era, sin dudas, para ese dios, un pasatiempo y una expansión. 
De manera un poco burlona, además, toda la arquitectura, con sus cubos y papeles, respondía a leyes que íbamos detallando en nuestro diario de viaje, pero se desarmaba por completo desafiando esas mismas leyes en un mundo onírico paralelo donde la imaginación tomaba por asalto a Bretón.

Cierta tarde de octubre, sentados en nuestras hamacas, vimos cómo una flor se abrió a un ritmo más rápido de lo habitual. Sus blancos pétalos de margarita se estiraron con fiaca desnudando el agujero negro de su centro. Pero eso fue al principio; lo que sigue, es la historia que aquí conté

ESCENA TRES: HAMACA

Juan Francés Gandía (España)»La mecedora del estudio».

El surfactante de éter con dióxido de litanio licuaba los suspiros de sus recónditos susurros en cada madrugada. Encontraba amigable ese charco, lo pisaba como un chico que descubre en cada cachetada el sonido del agua resistiendo con su docilidad mortecina. En los geriátricos el silencio no tiene otro peso sino otra medida, pero eso no era crucial para Huisef que había visto mucho tiempo pasar en los otros. 

Esveltos y arrogantes, los hombres que había conocido no parecían conservar vestigios de su dinamismo y audacia. Habían pasado de estar atentos y expectantes a vegetar encorvados con la mirada perdida como si lentificar la marcha hiciera más pausada la llegada de la muerte. De alguna manera sospechaba que ella era eso: la Gran Pausa, e iba ganando terreno en la vida de todos momento a momento, como los peces que, al ser quitados del agua, convulsionan eléctricamente primero, hasta que ese umbral desciende poco a poco ante el imperio de lo inevitable. 

El alto voltaje de sus expectativas se trastocaba en monumentales torres cuyo sentido incierto propiciaba un derrumbe silencioso, hasta que las ruinas se confundían con el paisaje y el estiércol, abono de los días finales. 

Lo recuerdo esa noche -la última- mirando el cielo estrellado, acompasando una melodía sin repeticiones en su mecedora cuya agitación fue quietud. Sin embargo, tras su muerte, una intuición fue creciendo en mi. ¿Era la muerte la que ganaba o era la indefensión la que abría la puerta a un lugar sin tiempo que creemos desconocer? Huisef había hecho gala de su reacción; pero su mirada, su brillo en los ojos hacían propaganda del momento. 

¡Ánimo! Hormigas y canguros viajan, duermen, son, reverberan. Desde las pléyades al grano de azúcar, desde lo onírico increado a la química del gusano, asistimos a una escenificación de coordenadas temporales sutilmente inexacta. 

ESCENA DOS: COSMOVISIÓN 

Es cierto, aunque la remanencia sea un sobrante no siempre es descartable, como lo demuestran los avances científicos en múltiples ámbitos. Esto viene a probar que la mirada fragmentaria propia de la civilización occidental es parcial hasta la ceguera. «Yo te miraba y vos ni mu»; es la misma forma de decir aquello, con los matices aristocráticos propios del amor. 

En cambio, en sus haikus, las diminutas partículas de algo, iban describiendo al ritmo con que crece el pasto, las características más o menos exactas de lo que ven. Por eso a vos lo que te importa es lo que viene desde fuera, lo exógeo, lo exótico, lo erótico y también la otredad que llega con su espejo tan transparente, tan limpio y reluciente que las sombras lo habitan y cobran vida como personajes macedonianos, persiguiendo la sangre sajona hasta los sueños, que llamamos pesadillas para no reconocer que son nuestro camino inexorable hacia la vida, esa que negamos diciendo «no» con la miopía, la sordera, la tristeza y la burbuja insensible en que habitamos. 

Así de impávido salí a la calle cuando su mirada de fuego me interceptó. Aguijón y sanguijuela, abrió la pregunta con una elevación de cejas hasta la mollera y fustigó: 

– ¿Cómo puede la magia detenerse y abrevar en la lluvia musitada del tiempo? 

– Eso, como puede. 

Respondí adivinando entre las lágrimas la retórica porfía de quien reconoce habitar suspendido en un realismo inmanente de lo más canchero. 

Hacemos como si diera vueltas la tierra y los relojes contaran segundos; como si hubiera hambre de doce a tres; como si fueran necesarias las matemáticas y el periodismo; como si todo final fuera hallar un abrazo o un temblor de otoño. Queremos cocer la venganza punto por punto con una shmets 60/8 donde una gota carmín queda siempre enhebrada como un grito arcano de la tierra. 

Pero no puede. Porque a fin de cuentas está en un cuento rechinando los huesos y nadie duda que esta lluvia es un poco pertinaz pero mayoritariamente triste. Eso sí, tas bambalinas, y a pesar de todo, las lágrimas cuelgan de a tendales en la ventana y sólo el rayo cálido las despegará para siempre de esa adicción tan patológica como invisible.

 ESCENA UNO: 87.3 

Es cierto, vivimos juntos más de un lustro. Hasta hoy, cuando su nota en la mesa del comedor es mi helado desayuno: 

«Viajero Morcev: Tenías gustitos repartidos como vestigios en los poros. Eras frutilla y runa toda vez que la mañana entraba con sus rayos a nuestro escenario imposible. De pronto disparabas con tus dedos la monocorde cadencia de una radio y la ficción tenía límites y tiempo. Se configuraban los muertos como constelaciones de acero que nos guían al mismo abismo pero atontados por hologramas pálidos o magníficos, que igualmente nos alegraban el mate y la mesa tibia. Suspendías en la nuca tu visera y dabas golpes de hip hop al ritmo de la hipótesis meteorológica y sus incontables antítesis de manteca derretida. Eras cansino, pero tu sonrisa asimétrica justificaba el párrafo y nadie dudaba que tu jopo asomante surfearía el viento esta mañana y todas. Yo te miraba como tu amante enamorada, con cascaritas terrosas en los pies y sazonaba con pimienta negra tus porros trasnochados. Fumábamos aire casi tanto como los jardineros de las urbes afganas en 2025 a eso de las siete y diez del insípido día rosa. Anotada en tu fichero me vi en la obligación de quedarme en silencio: al fin era de nube nuestro sueño oxigenado; al fin -esto lo sé ahora- era audible esa marcha solapada que todos caminamos hacia adentro, chocando con las paredes de lo humano, sintiendo asco, pegando de frente con los portones del miedo y la impotencia. Como un monumental archivo del arcaico papel en carpetas colgantes, tu cerebro hizo un mapa de mi alma. Equivocado o no, esa formación ofensiva pero mesurada, ese 4-3-3, no me deja espacio para la creación, la magia, o una hendija en la que pudiera colarse lo imprevisible, el néctar del que está hecho este momento que es, en definitiva, lo único mío. Por eso me dejo libre y soy mudez. Con amabilidad y afecto recordado, Bría». 

Ella lo sabe. Cuando yo pierda el miedo a la redundancia empezarán a volver del olvido aquellas melodías imposibles. 

Textos de la serie «Literalidades hilarantes sobre frases populares contemporáneas«

LITERALIDAD CINCO: TAJO

Es cierto, su abnegada carrera había sido transitada durante los impulsos de energía favorable, y sus mejores pasos fueron logrados con desiguales gotas de abnegación y mares de fuerza cósmica. La mayoría del tiempo, su vida transcurría en la danza circular del mareo que el alcohol impone y tras bambalinas, varias de sus compañeras susurraban su burda y cruel etiqueta de borracha. “Borrachas las tortas”, escupía ella frente al espejo en camarines como una forma de canalizar su bronca y, acaso, exorcizar ese pesado epíteto. 

Los juicios pueden edificar paredes infranqueables; limitan ladrillo a ladrillo las posibilidades de transformación propia de lo humano; hacen de la vida una hoja milimetrada en la cual las ondulaciones necesarias para la creatividad y la audacia quedan constreñidas al error o la inmoralidad. “Racha”, como la apodaron en secreto sus compañeras de ballet, había conocido su celda por sutiles indicios. Gestos corporales, muecas, conversaciones que se apagaban sin razón aparente, desencuentros que suponía fruto de la casualidad. Pero su personalidad asentía; había adquirido, un poco por proyección y otro por disciplinamiento, los hábitos propios de quien inunda, sorbo a sorbo, el insondable pozo de su vacío. 

A la distancia, siguiendo los hitos de su abrumadora fama desde la redacción de nuestro suplemento cultural, resultaba insólito lo ocurrido en aquella velada. En mi caso particular, esa incongruencia resultaba obscena, pues en la primera entrevista había propiciado su camino hacia el corazón y el caudal de su latido era avasallante. Capaz de derribar todos los diques con la misma fuerza con que la amapola vence al hierro. Había visto en primera persona cómo ese manantial emergía a borbotones en el escenario, encolumnando tras sí la claridad de su técnica, su flexibilidad, su magistral tiempismo, su bellísima asimetría, su arte. 

Aquella noche estaba en la cima -su cuello erguido, sus piernas en un perfecto grand jeté horizontales- cuando su semblante cambió de manera casi imperceptible. Su comisura se pudo ver desde el pie del escenario y sus párpados se entrecerraron apenas. Al pisar el suelo, las articulaciones de su pierna izquierda no pudieron resistir y su rodilla derecha dio en el suelo haciendo un profundo tajo en su piel. Los espectadores del Théâtre National de Chaillot la vieron tendida en el suelo con las banderas revolucionarias puestas en tiras sobre su naciente rótula. 

En la boletería, el desconsuelo pedía agua en rebanadas, cortar el aire en pedacitos y pintar a baldazos los molares de la Vía Láctea, porque fue tajante el destino. Pobre Racha.

Corsario La Argentina de Martin Malharro

LITERALIDAD CUATRO: FUGA 

 Es cierto, la verdadera historia de los bucaneros revolucionarios que lucharon por la independencia hispanoamericana bien podría formar parte de una antología del realismo mágico. Las luchas intestinas, alianzas y reconfiguraciones del mapa geopolítico de las que fue parte confluían en la mente de Brunet como una yuxtaposición entre lo real y lo fantástico, de manera similar a como la solemnidad y la saga del diluvio universal convergen en las flexionadas rodillas de ciertas señoras. Había perdido aquella rigurosidad de estratega y para colmo la escena se repetía con cada uno de sus corsarios; el pequeño grupo de piratas que, vencidos por la soledad de su lucha justiciera, estaban de espaldas, con la frente apoyada en la pared y las manos en la nuca, esperando la descarga. Anoche, en su desvelo, Luis Miguel Brunet sospechaba que la palabra inicial, la que aguarda en un espacio intemporal ser pronunciada y actuar, contiene en sí una creación y una fatalidad: ser el comienzo de un existencia prístina y, a la vez, una ruptura irreversible de esa neutralidad sin tiempo. En su personalidad, cuando la angustia usaba su mordaza y ajustaba lentamente su husillo palpitante, la fricción presionaba sin pausa y Brunet comenzaba a buscar las causas afuera. Por eso, desde la condena días atrás, hasta este minuto final del 24 de abril de 1843, elucubró noventa y tres formas de fugarse. Desistió. Marcharse, se dijo, no era más que cambiar de perspectiva. Esa convicción que lo había forjado como un luchador noble y frontal, no le había servido para ganar la confianza definitiva de Simón Bolívar, pero en cierta manera se había transformado en su propósito de vida. Escapar ahora hubiera sido resignificar toda su historia. Tal la importancia que Brunet y sus compañeros reconocían a todos los finales. Cuando el impulso meditado estaba a punto de eclosionar, el horizonte se abría ya en la imaginación de Brunet hacia el mar de la Isla de Amelia, tan suya. Las playas, el generoso silencio, el aroma de la sal. Con lucidez, podía posar su atención en las enormes hojas de las palmeras movidas por una cálida brisa. Su nostalgia por ese lugar y su vuelo se confundían hasta el delirio. Sabía que poner el pensamiento en lo inmenso era la mejor forma de evitar el dolor de ese instante en que la ausencia viene con toda su materialidad a dominar la escena. El tiro en la nuca hizo una perforación brutal, como si esa bala contuviera en sí toda la furia de un dios omnipotente, pero incapaz de soportar siquiera la idea de una falla. Y Brunet, con su semblante francés y su corazón sensible, representaba en sí esa contradicción: resquebrajaba el andamiaje portentoso y exacto de una cultura monárquica, impoluta y áurea. 

 ____ 


A breves kilómetros de allí mimetizado y oculto en el verde follaje de las sierras, un niño del grupo de aliados, llevado por el imprevisible itinerario de una mariposa, divisó, desde el borde de un peñón, el vuelo de un ave capaz de trinar palabras humanas. Batiendo sus verdes alas, el compañero de Brunet emprendía, ahora sí, su viaje de ave cálida. 

LITERALIDAD TRES: DEMOSTRACIÓN

Es cierto, por Fermín vos podías poner las manos en el fuego y se te congelaban. Su franqueza, su autenticidad, su manera de ser caminaban por el borde mismo de la cornisa entre lo sólido y lo alucinante. Vos podías estar en medio de una tormenta, con poco aire, heridos los ojos y tirando manotazos al viento, pero si buscabas pisar en un lugar sólido, ahí estaba Fermín haciéndote un piso con las dos manos -o con su cara si era necesario-, para que lo pises fuerte y descanses hasta que vengan las nuevas energías que hacen falta para la lucha diaria.

En cambio, aquel día fue diferente y por lo mismo no lo voy a borrar más de mi memoria. Incluso es probable que mi alma lo recuerde cuando la noche llegue y solo queden siluetas esquivas en oscura caverna de mis no-días.

El asunto fue que en la oficina habían puesto una máquina de café y vos tenías que comprar fichas para usarla. No eran fichas caras. Es decir, tomarse un café no alteraba catastróficamente ningún presupuesto; pero invitarle café a todos los compañeros, era para pensarlo varias veces. Aun así, todos, una vez por semana hacíamos un esfuercito y pagábamos una ronda de café, cortado o capuccino. Todos comprábamos fichas. Menos Fermín.

Que este mes no llego. Que me saltó una deuda. Que la semana que viene invito yo. Que ando sin cambio. Fermín no pagaba nunca una ronda de café y siempre tenía razones valederas que nosotros le creíamos porque Fermín, como ya he dicho, era de fierro. Eso sí, él siempre aceptaba gustoso los cafés de todos y cuando le dabas la ficha, te miraba a los ojos y te agradecía con una sonrisa de pibe.

Aquella tarde lluviosa, por azar o hastío, me fui antes de la oficina. Aprovecharía a verificar el pago en la agencia de viajes así que me despedí de Fermín, que siempre se quedaba solo después de hora y salí despreocupado, con la triste desgracia que, veinte minutos más tarde, caí en la cuenta que había dejado mi billetera en el cajón de mi escritorio y tuve que volver.

Al llegar a la empresa ya el olor a café se sentía por los pasillos y no quise creer. Para colmar mi sorpresa, cuando entré a la oficina lo vi. Era Fermín sentado en mi lugar, con los pies arriba del escritorio tomando un espumante capuccino y leyendo no sé qué libro de Fontanarrosa. Era evidente. ¡Fermín se quedaba después de hora para tomarse un café solo y no invitarle a nadie!

Primero mi ilusión estaba puesta en que el hilo fuera un cabello exógeno venido desde el aire o traído por un zonda de encierro. Pero después, por más que me restregara los ojos, Fermín seguía ahí, hecho de materia, impoluto e inescrupuloso.

Cuando les conté a mis compañeros -al otro día- no me creyeron. Incluso, cuando les mostré la diminuta hebra, con tal de no verla, se clavaron nepacos en los ojos y torcieron el pescuezo hasta quedar tendidos en el piso como felpudos hediondos e inservibles.

Pero yo la vi y él la mostró. Primero la tomó con dos dedos como pinzas. Un tironcito hacia el vacío y después, la elevación cautelosa de gusano de seda. Entonces, la descarada exhibición ante mis ojos extrañados. El asombro.

Las susurrantes voces de pifia en estadio de fútbol ante ella, luminosa en el aire con su blanco de novia en primer plano. Exhibida por él mismo. Irrefutable hilacha de vidriera.

LITERALIDAD DOS: ÉTICA

Es cierto, en Defensores de Belgrano hay un stopper que no juega al fútbol. Lleva una bolsa de ladrillos en la espalda que le cargó su viejo cuando lo puso a trabajar a los diez. Entonces, cuando viene alguno gambeteando, le tira con un bloque a los tobillos o en el nervio del muslo para que los paralíticos llamen a la ambulancia. Y eso porque las explicaciones parecen ponerle agua a la leche y ya tomás cualquier cosa menos las vitaminas que eran para el borrego, porque aunque la moral esté reñida con la sustantividad de las cosas y es particularmente imposible conocer a una gorra benigna o a un coche ponzoñoso, la neutralidad de la masa se desarma ante la subjetividad de ese defensor que te tira con todo y su obra.

De eso hablaba solo Agustín después de enterarse por la radio que su Excursionistas acababa de perder con La Máquina del Bajo; poner en marcha el auto y ver a media cuadra que tenía una rueda pinchada; recibir en el mismo instante el golpe de una rama que le hunde el techo y, a los pocos segundos, perder la llamada para su laburo soñado por bajar del auto y pisar el charco de barro donde se patina, cae y queda tieso.

Porque las piernas cancinas no atenúan las pérfidas traiciones y porque de eso se trata la felicidad de la bronca: mirar bien fijo a los ojos de la realidad y escupirla. Y que le duela tanto a la cosa que anden diciendo todos por ahí que no es mala la vaca, ni el chef, ni la manteca; que la única mala, en el último ítem de la cuenta, es la leche.

LITERALIDAD UNO: AYUDA 

Es cierto, cuando la conocí parecía una dama de ajedrez. Su rodete coronario alucinado y feliz, su deslizarse descalza entre baldosas frías, su siempre latente amenaza de muerte y su altivez. Nada de otro mundo; simple pieza imprescindible de una red perfectamente estructurada. Paseábamos sin límites, disfrutábamos del placer de comer y observábamos el mundo con visión panorámica. Eso veníamos haciendo aquella noche singular, desde la partida. También es verdad que, aunque limitado por mi escasa proyección de futuro, mis honores como teórico del escaque universitario habían rebrotado con este amor otoñal.

Albinegra, como me gustaba llamarla hasta las cuatro, entrelazaba pletóricamente mi mano derecha cuando sucedió lo inesperado, la sorpresa que motiva mi relato: Observando el majestuoso lago y el reflejo de la luna -gibosa creciente al 82%-, con cadenciosas pausas en la fresca pero apacible Costanera, ella comenzó a emitir un sonido, primero imperceptible, luego atroz. Era una especie de grito ventrílocuo sin articulación lingüística, más bien proveniente del alma. Algunos transeúntes y conductores, turistas los más, detenían su marcha para observarnos cuando ese grito estallaba en el inasible vértice natural entre la expiración y la inspiración. Por fortuna o iluminación lunar, llegó a mí una idea que ustedes -sí tienen una formación técnica como la mía- no hubieran dudado en aplicar: Retiré el caparazón cefálico externo, desajustando las trabas inferiores, pero no hallé ninguna anomalía allí. (Solo el lubricante carmín y algunos conectores cilíndricos termofusibles de elasticidad media).

Después, verifiqué meticulosamente los engranajes de la maquinaria y, en ese momento, noté con asombro que de las cuatro piezas superficiales había una con forma de “L” en la que debían ir cinco tornillos, pero sólo había cuatro. Asique simplemente tomé el chicle de su boca y sellé el orificio de fuga vibratoria por el que el grito emergía con implacable estridencia. El lógico silencio fue irrefutable prueba de que mis capacidades profesionales estaban intactas, al punto de haber logrado reasociar el mundo de las ideas de mi emperatriz con su sensible cuerpo de marfil y esbelto cuello sin mayores herramientas que mi propio ingenio. Ahora sí mi majestad dijo “gracias” con sus ojitos palpitantes; y al oído, con un silencio, “me volvió el alma al cuerpo”. 


IDENTIDAD

Mujer ante espejo. P. Picasso

(Relato seleccionado por el jurado para integrar el libro Microrrelatos de Amor en el 2º Concurso Internacional Versos Compartidos, llevado a cabo en Montevideo, Uruguay; 11/2016)


Este maquillaje y este tocado son ideales. Quedan fantásticos la camiseta del mejor, zapatitos de tacón, calza platinada, anteojos de sol, mi sombrero favorito. Realza mi mejor sonrisa y los cabellos coloridos sobre los hombros, para que se vea el nuevo look. El rostro levemente inclinado para mostrar mi mejor perfil y postura con exacerbación de curvas, son lo mejor. 

 ¡Clap! 

Me observo y en la selfie está ella, tan bonita, tan modelo; y acá yo, alma incómoda, mirando a la muñeca. Allá esa, brillando en la pantalla, en full HD; acá alguien, con los hombros cargados del abismo que nos separa. Ahí, una pantomima de los estereotipos sociales en los que pretendemos estúpidamente encasillar todo el amor. Acá, adentro, el latido impronunciable que nos habita, queriendo hacerse primavera, para siempre. Y leyéndonos vos, tan cerca de Ser y tan lejos de la boba. 

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