Componía canciones en el colectivo. La letra y la música venían a su mente en simultáneo y los viajes se le hacían más cortos así.
A veces estaba varios días con un mismo tema y en otras ocasiones hasta cuatro obras le brotaban sin freno en los cuarenta y cinco minutos de viaje diario.
Esa mañana, estaba puliendo la letra de Hojas de Amatreya, su último track. Era la primera vez que un tema le llevaba más de dos meses. Sin embargo, su obsesión por concluirlo era incontenible, de modo tal que sólo un brusco cambio de rutina, algún eventual músico callejero que subiera al 164 de Surbus o un posible accidente, hubiera podido sacarlo de su encomiable tarea.
La jerarquía de obra maestra que pudiera inferirse de la laboriosidad de su trabajo -si uno la compara con los anteriores-, no era objeto de preocupación para Ígor, que descreía de esa conjeturable relación entre esfuerzo y calidad de resultados.
En su sentir, era tan conmovedora la Balada para Un Tren que compuso durante una semana y veinte minutos, como sorprendente era Pensamientos, aquel vals que salió de un solo tirón. Tres minutos catorce segundos demoró en componerla; tres minutos catorce segundos ocupaba Pensamientos desde el primero hasta el último acorde.
(¿Cómo saber en qué momento del tiempo comienza a componerse una obra? ¿no es acaso toda nuestra historia personal el terreno fértil necesario para un eventual gémen? ¿no hay además siempre en cada creación algo de lo que escuchamos, vemos o leemos? ¿no es acaso toda mente individual una mente colectiva? ¿es pertinente para comprender las causas del destello creativo una genealogía desde el origen de los tiempos? ¿hubo un origen?)
Lo cierto es que Hojas de Amatreya estaba ya en su fase final. Remplazar algunas vocales disonantes, cincelar la métrica y ese dulce funk estaría concluido.
Fue en ese momento cuando Ígor experimentó la muerte. Por alguna inexplicable razón, olvidó las primeras dos estrofas de su naciente obra.
Sorprendido, respiró hondo y confió en su memoria.
Nada.
El olvido era total.
Pero eso no fue todo. A los pocos segundos, como un dominó empujado por una mano oscura, olvidó ese olvido: no había registro en su mente de la existencia de la primera parte de su composición; y su atención, lo sé ahora, no hallaría jamás ese espacio de su mente.
Luego se fue borrando el estribillo, el título, la cadencia rítimica, las estrofas finales… Hojas de Amatreya desapareció y con ella, poco más de dos meses de viajes en colectivo de Ígor, como si el tiempo hubiera sido absorvido por un agujero negro.
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